Como biólogos que somos, nos gusta mucho la observación de aves y sobre todo nos gustan las pequeñas y más o menos comunes. Con esto no queremos decir que las grandes rapaces no nos atraigan, sino que sentimos una gran debilidad por los inquietos habitantes alados de nuestros bosques, campos y ciudades.
Vamos a hablar de la curruca capirotada (Sylvia atricapilla), una nerviosa y melodiosa especie a la que tenemos mucho aprecio (y algo de odio sano hacia ella, porque son muy complicadas de fotografiar). Esta pequeña ave es bastante común en bosques con matorral, sotos, campiña arbolada húmeda, huertos y parques. Presentan una «boina» que no llega a rodear los ojos, al contrario que le ocurre a las currucas mirlonas y cabecinegras. Los machos presentan una boina negra, mientras que en las hembras y en los inmaduros es de color castaño-rojizo. El reclamo es un «chec» duro y frecuentemente repetido, pero su canto es excelente, parecido al del mirlo.
Este habitante de la espesura es muy territorial y construye su nido en forma de copa entre, por ejemplo, las hiedras. Es un ávido consumidor de insectos, a los que captura entre el follaje y en las ramitas, aunque en otoño e invierno no le queda más remedio que alimentarse de frutos como los de aligustre o la hiedra. De hecho visitan mucho nuestro jardín en esta época desfavorable a devorar los frutos de los aligustres, aunque también hemos descubierto que les gusta el queso que hemos puesto este invierno en los comederos que tenemos colocados.
Suelen poner unos cinco huevos, con tonos verdosos o rosas y moteados, pudiendo hacer dos puestas anuales. El año pasado, volviendo de una ruta por el valle del Clamores, en Segovia capital, descubrí un nido de este simpático pajarillo y tuve la suerte de poder fotografiar la ceba de los polluelos, tras unos cuantos minutos de intento de despiste por parte de los padres que no querían dar pistas del paradero de su tesoro más importante. Aquí os dejamos alguna foto.