Hace un par de meses, durante una ruta con escolares a lo largo de los valles del Eresma y Clamores, me ocurrió una anécdota que es el origen de esta entrada. Estábamos en el descanso, tomando el almuerzo, cuando unos chavales me hicieron una pregunta que tan solo me habían hecho unas quince veces en lo que llevábamos de mañana: ¿cuánto falta?. Les dije que unos 6 Km (era mentira, en verdad quedaban 2 Km) y uno me contestó que le estaba mintiendo. Yo, muy serio, le dije que no y que me apostaba con él lo que quisiera. Así que el me espetó: «100.000 euros si me mientes».
Con aires de seguridad le dije: «De acuerdo».
– «No creo que tengas ese dinero», me contestó.
No me dio tiempo a responder, porque el compañero soltó una perla que no olvidaré nunca:
– «No deberías haberte apostado ese dinero con él. Date cuenta que es biólogo y tiene que tener mucho».
Al oír esa frase, estuve a punto de darle un abrazo y nombrarle alumno del año. Era la primera vez que un chaval de unos 12 años valoraba mi profesión, así que ese día llegué a casa tan ancho y feliz.
Esta valoración contrasta con la que algunos técnicos de Ayuntamientos (no todos) suelen tener con el trabajo de un biólogo. Lo curioso es que como norma general suelen proceder de la rama de la arquitectura o de la ingeniería, acostumbrados a ganar un porcentaje de cada proyecto que hacen. Hace poco, nos pasó con un técnico de Ayuntamiento que pidió presupuesto para realizar un trabajo gráfico y de recopilación de información en el que llevábamos trabajando tiempo por nuestra cuenta con bastante esfuerzo por nuestra parte. El presupuesto, os lo puedo asegurar, no dejaba arruinado al Ayuntamiento y sus palabras fueron «¿no os parece demasiado por sólo pasar información?».
Y esa concepción de que los «biólogos de bota» (porque los de laboratorio están más valorados) estamos todo el día en el campo, haciendo cosas «altruistamente», saltando como Heidi, escuchando los pájaros, cogiendo flores o metiéndote en charcos, todo ello sin interés económico como si viviéramos del aire, está muy arraigada en muchos ámbitos.
Así que a veces tienes dobles sentimientos, como los personajes de Javier Cámara y Gonzalo de Castro en «¿Para qué sirve un oso?» que retrata muy bien la «esquizofrenia» que sufrimos a veces los que nos dedicamos al medio ambiente, dependiendo del día que tengas. Unos días llegas a casa pensando si lo que haces sirve para algo y otros días está con el idealismo y las ganas de seguir trabajando, estudiando y haciendo cosas porque consideras que lo que haces vale la pena e incluso… tiene sentido.
Considero que nuestra profesión es muy útil y está al mismo nivel que cualquier ingeniería o rama de la arquitectura, porque tan importante es saber una casa para que no se te caiga o trazar una carretera, como determinar los efectos de esas acciones en el medio ambiente, si pasa o no por zona protegida y si se puede o no hacer o intentar enseñar a la gente que tal flor sólo crece ahí, que el lugar por donde pasa tiene unos valores que hay que proteger o que esos anfibios viscosos son beneficiosos para la agricultura o que no existen helicópteros del ICONA que suelten topillos en cajas para alimentar a las águilas o a las culebras…
Nuestra función social, científica y técnica está fuera de toda duda pero no está valorada. Con la que está cayendo está muy complicado reivindicarnos y más con el desinterés (por no decir algo más fuerte) con el que nuestros gobernantes ven el medio ambiente, pero creo que hay que aprovechar esta oportunidad para hacernos más fuertes.
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